Loving and leaving go together

Por: Mariana Linares Cruz (@mlinarescruz)

Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)


Para Ju, Omar, Paula, Emilio, Alex, Natalia, Salvador, Alonso, Alejandro, Luis. 

 

“Hay que vivir en estado de partida” 

Leila Guerriero. 

 

La pandemia que arrancó en el 2020 fue una avalancha de rupturas. 

 

Unas fueron sutiles: apenas se percibieron en el cuerpo que siguió andando aunque con curitas. Otras fueron estrepitosas: un batallón de vidrios regados por todas partes.

 

Nos despedimos muchos días, cada día, de universos personales construidos con ahínco. Observamos cómo desaparecieron galaxias colectivas en minutos. Dijimos adiós a hábitos arraigados, a historias escritas para el futuro. Vivimos desenlaces súbitos de personas que quisimos. Vimos volar en el aire pedazos de certidumbre. 

 

Todo eso mientras nos concentramos en sobrevivir: primero lo primero: resolvamos el día a día: hoy es mejor que ayer y mañana aún no ha llegado.

 

Y en esas andábamos mientras la avalancha de rupturas nos sepultó sin tiempo de darnos cuenta. 

 

Desde que empezó el 2022 –y ya pasaron los meses, los eclipses, los huracanes, las sequías y las lluvias– las conversaciones de asuntos que terminan tomaron el espacio de las meriendas, los grupos de chats, las listas musicales compartidas, el aire y el drenaje. Una avalancha de rupturas que comenzó a derretirse en cientos de relatos. 

 

La mesas se inundaron de frases que empezaban con: se fue, se acabó mi voluntad, me dijo adiós, terminé de estar, me despedí del momento, fin de temporada, cerré la puerta. Chorros de verbos como: irse, despedirse, romper, acabar, desaparecer, salir, cerrar. Gotas de eufemismos para cubrir el dolor: caput, borrón y cuenta nueva, otra cosa mariposa, va de nuez, lo bailado nadie me lo quita. Las palabras como palas para sacar la cabeza y volver a respirar.

 

Durante estos meses he escuchado atenta de personas que quiero, admiro, con las que normalmente hay mucho güiri-güiri, debate, argumentación de ida y vuelta, complejidad de por medio, explicaciones que arrojan sobre rupturas propias y ajenas de todo tipo: amorosas, amistosas, laborales, familiares, del estado del cuerpo, la mente, y hasta de territorios. Ha sido asombroso. Escúchenlas, escúchense, escuchémonos. A-som-bro-so. 

 

Asombroso reconocer como constante el tono de drama que lo invade todo. El lamento como ese lugar común y generalizado para describir algo que termina. Relatos que después del drama se hacen película de terror: no quieres ver pero estás viendo, sabes qué pasará, te duele, es mejor salir de allí y aún así, prefieres mirarlo. El dedo en la llaga para que no llegue la cicatriz. Despedirse es el drama y el terror y hablando de rupturas, asumámoslo, siempre toca. 

 

“¡Qué triste fue decirnos adiós!”, reza José José.

 

En ésas estaba cuando encontré por azar (aunque se sabe que nunca es por azar) un libro pequeño con el título: (h)amor7 roto. Encandilada por el título bastó rematar con el azul de su portada para llevarlo una tarde de domingo mientras mataba el tiempo en el Festival del Libro y la Rosa de la UNAM. 

 

(h)amor7 roto pertenece a la editorial española Continta me tienes y es el último (por lo pronto) de una serie que abarca varios tipos y formas de amor. En México se puede encontrar en la infalible librería U-tópicas que esa tarde universitaria vendía sus libros en un rinconcito del periférico espacio dedicado a los fanzines. Pensé: el amor roto hallado en la periferia. 

 

Es un libro de diez ensayos breves escritos en su mayoría por personas de origen español, además de Mafe Moscoso, nacida en un país bananero (sic) y Meg-John Barker quien nació en Inglaterra. Textos donde hay autobiografía, poesía, relato, muchas canciones, referencias de otros libros, películas y ¡podcasts!. Una caja de herramientas que contiene humor, ira, incertidumbre, muchas certezas, historias personales que se hacen universales. Gozoso todo, útil siempre. Un libro editado pulcramente para poder enfrentar con menos drama y más realismo todo aquello que llamamos rupturas. 

 

Comparto algunas ideas para exacerbar el antojo de tenerlo ya: 

 

“Claro que se sabe. Se sabe siempre. Algo hace crac un día y luego todo es un intentar torpemente hacer como que no”, escribe Laura Casielles en su ensayo Pedacitos (una fenomenología). Así de clara y contundente, y así de rápida Casielles para que sus letras se hagan espejo. 

 

“Nuestros amores, nuestros amores son siempre exuberantes, generosos, son amores de querubín pletórico, son de terciopelo negro, son de rímel caído, de lentejuelas brillantes, son de ají picante y pertenecen al ámbito del despecho, del despecho latino. Somos las reinitas latinas del despecho. Nuestros pobres corazones heridos son una reverberación continua porque el amor es siempre duelo, una rasgadura, una performance en la que la pérdida también es fiesta, la pérdida es parte del ritual, es profecía, es hundimiento y después es celebración”. Es Mafe Moscoso en su texto El despecho latino, la sentimentalidad exagerada, la purpurina

 

Meg-John Barker en un ensayo, confesión, certeza llamado Ruptura, fracaso, superación, comparte: “Es inevitable en las relaciones humanas que en ocasiones acabemos tomando direcciones distintas respecto de una persona con la que hemos ido previamente de la mano”. Auch.

 

Y podría seguir. En mi libro azul hay tantas frases subrayadas y páginas marcadas que provocarían que este texto, más que recomendación, se hiciera plagio. Léanlo. Encontrarán sus propios párrafos para usarse en caso de emergencia. Lo prometo. Y sobre todo: encontrarán formas de romper sus propios relatos y en consecuencia comenzar a sacar el dedo en la llaga para que arranque su camino la cicatriz. 

 

Rupturas somos todo el tiempo, “la vida misma” como escribió Juan Villoro. Y entonces, sabiéndolo de antemano, es posible que los miedos se hagan más ligeros y la vida más plena desde la honestidad. “Al final se trata de ir cogiendo destreza en el arte de las distancias”, como escribió Casielles en este libro que llegó a tiempo y por azar. 

 

* El título de este texto está tomado de la canción What Might Have Been, de Regina Spektor.

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