Cómo llegué al Caribe desde territorio continental (Parte 1)

Por: Sofía Balbuena (@sofiabalbu)

Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)


Barú, Colombia. Febrero de 2012.

Llegué por aproximación. Fui cercando la búsqueda y en el ejercicio de acercarme, el Caribe fue cambiando. La primera vez que estuve ahí fue desde territorio continental. De vacaciones con un novio editor en Colombia, tomamos en Cartagena un barco horrendo hasta la isla de Barú. Al barco le costó hacer pie en la arena, como si esas pequeñas islas encerradas dentro del mar rechazaran la estructura de metal que intentaba penetrarlas. Había en ese tiempo una buena parte de isla sin servicios estructurales, sin luz, agua potable o cloacas. Paradores al ras del mar, regenteados por población local, en donde comías y dormías por 20 dólares al día. Esa porción de playa virgen atestada de turistas jóvenes resistía frente al avance de los fondos de inversión que, desde el otro lado de la isla, amenazaban con las luces estridentes de sus hoteles all inclusive. Me recuerdo pensando cuánto más podía sobrevivir esa porción de arena limpia frente al capital concentrado que amenazaba con cubrirla. Cuál era el mal peor, en definitiva. Si nosotros, los turistas blancos low budget que con 20 y pocos años regateábamos el pescado fresco que almorzábamos cada día, llenando todo el espacio con nuestra blanquitud ruidosa, o el cemento alisado y prolijo del orden mundial que miraba la porción todavía virgen de Barú como una oportunidad en suspenso. Desde donde lo veía, lo único que sostenía la sacralidad de esa playa era nuestra presencia extranjera, poco dinero, pero cambiando de manos pronto, sin mediaciones ni tarjetas de crédito. A los cuatro días de estar tirada frente al agua tomando cerveza me salió un sarpullido intenso en el pecho, y mi novio y yo tuvimos que caminar 13 kilómetros hasta el pueblo más cercano para comprarme una crema que me aliviara. Nos habíamos estado peleando, porque no me sentía del todo cómoda en el paraíso. Algo me faltaba. Después de pasarme el corticoide por el pecho sentí alivio. Me tomé una Coca-Cola con hielo en un puesto del pueblo de Santa María y me compré un chocolate. Consumos conocidos para sentirme a salvo. Emprendimos el regreso en silencio, ya era noche cerrada. Mis ojotas[1] galopando el asfalto, paso sobre paso hasta dejarme ampollas en el empeine. No recuerdo de qué hablamos en ese trayecto que se me hizo eterno, cómo y cuándo salimos de Barú o cómo volvimos hasta Bogotá a tomar el avión de regreso a casa. Pocos días después de volver a Buenos Aires nos separamos.

  

Holbox, México. Enero de 2020.

La segunda vez que estuve en el Caribe fue también una aproximación continental. Un trayecto largo y frondoso hasta el agua, un desplazamiento seriado que cubrió miles de kilómetros y todos los medios de transporte. Vivía en España y estaba en crisis. Volé a la Ciudad de México desde el invierno barcelonés. Me escapaba al calor, porque el invierno europeo es especialmente largo para alguien que se crio con conciencia de las estaciones. Por eso y porque no me encontraba bien, y las vacaciones hacen por una eso de comprarte tiempo para pensar primero y aguantar después. Mientras esperaba para subir al avión empecé The brief wondrous life of Oscar Wao. Después de pasar unos días en la Ciudad de México, tomé un segundo avión a Mérida. Una ciudad que exhibe su pasado colonial en cada cuadra, con sus mansiones descuidadas, abonando la ruina desde que el monocultivo del henequén dejó de ser rentable. Desde Mérida manejé por toda la península, fui paseando por distintas playas, todas arrasadas por el business. En Mahahual me tomé media botella de mezcal mientras observaba a los turistas gringos cruzar el paseo marítimo en sus monopatines eléctricos. Sobre la parte de la costa que quedaba alejada del puerto de los cruceros y los hoteles cinco estrellas, ya casi no quedaba playa. En donde había habido arena ahora lucía una pasarela de cemento al borde del agua, para el confort de los estúpidos que prefieren mirar el mar sin ensuciarse los pies. En Tulum me costó más de una hora encontrar un túnel de paso hasta un bar que diera a la playa. La costa entera bloqueada, separada del resto de la ciudad por un muro de madera curada que cambiaba de estilo según la estética que proponía el parador, de donde sobresalían figuras gigantes, a veces la cara de un brujo y otras un árbol de la vida con raíces extravagantes. Me emborraché a regañadientes, defendiendo el mal humor, contra el viento y el ruido de la música sobre una mesa dispuesta para mirar el agua desde la que se dejaba ver más que ninguna otra cosa un mar de sargazo. Cuando llegué al borde de la península de Yucatán dejé el auto y tomé un barco hasta la isla de Holbox. Quizás porque es más caro, pero sobre todo porque llegar es mucho más difícil; se podría decir que las cosas cambiaron. El agua limpia, el mar al amparo del horizonte abierto. También algo en el ritmo, una calma consistente. Las posibilidades de una isla.

Península de Yucatán, México. Enero de 2020.

Cuando me bajé del avión que me llevaba a México había leído más de 100 páginas del libro de Junot Díaz. No sabía nada de la República Dominicana hasta entonces y la crueldad del Trujillato me dejó en suspenso todo el tiempo que el libro estuvo vivo entre mis manos. No sabía que la práctica que había caracterizado a ese hombre, que dictó su voluntad tantos años sobre la isla, era la de reclamar para sí a las niñas ajenas como si fueran asientos en la primera fila de un teatro. Tenía prejuicios antes de empezar, porque la novela fue escrita en inglés. Aun cuando el autor nació en la isla, ha pasado la mayor parte de su vida en Estados Unidos y el inglés es su lengua. La literatura escrita en español es un espacio minoritario –una literatura menor– en el registro que impone el mundo y por eso una trinchera desde donde disputar sentido; quien abandona la lengua y se marcha al gringo nos deja con el agujero. Por eso y porque el autor es hombre tardé en hincarle el diente. Pero la literatura, como la vida, es más compleja de lo que parece. Lo que tiene llegar a los clivajes con prejuicios es que una corre el riesgo de que se le note lo burra. Mientras leía The brief wondrous life of Oscar Wao recordé las veces en las que dejé pasar la oportunidad de leer el libro porque estaba escrito inglés, porque el autor era un hombre, porque asumía que vivir en Estados Unidos es un lugar alcanzado, una certeza y una suerte de alivio. Pensaba que Junot Díaz se servía de su origen para explotar su exotismo, fulgurar como diferencia en el mundo de los blancos con dinero. Recordé todo esto avergonzada, indigna. Lo que aprendí leyendo es que no sólo no sabía nada. Ni de la historia de la República Dominicana ni del Caribe, ni de la magnitud y la hondura de sus diásporas. Mucho menos sabía entonces que diásporas en estos casos es otra forma de decir las islas. Lo que el Caribe sostiene –en un mundo que tiende hacia un centro concentrado y material, a la jerarquía continental y el orden– es la vigencia de un pulso que no se deja asimilar. Como una tirada de dados, un derrame de sentidos como puntos aislados en el agua. El archipiélago no es una metáfora. Las islas son un millón de cosas juntas que agrupadas siguen hablando cada una por sí misma.

 

[1] Nota de la editora: Nunca había leído la palabra ojotas, la busqué y se traduce como sandalias, chanclas, huaraches.


Sofía Balbuena es Licenciada en Ciencia Política (UBA), Máster en Creación Literaria (Universidad Pompeu Fabra) y Máster en Literatura Comparada (UAB). Publicó en 2019 Pajarera Naif, su primera novela (La Verónica Cartonera) y en 2022, el ensayo Doce pasos hacia mí (Vinilo). Actualmente, cursa el MFA in Spanish Creative Writing de la Universidad de Iowa. Vive en Iowa City.

Julia Reyes Retana es arquitecta, aunque nunca se ha dedicado a la arquitectura. Tiene un taller y marca de costura “Chocochips Costura de Estación” dedicado a la producción de objetos textiles y a la impartición de cursos de costura y técnicas textiles. Dibuja desde que tiene memoria y la ilustración es la base de la que germinan todos sus proyectos, dibujos que se transforman en cosas. Actualmente dibuja todos los días y a todas horas.

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