South American rockers

Por: Sofía Balbuena (@sofiabalbu)

Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)


Este fin de semana leí tres libros; terminé Zona ciega de Lina Meruane, La piedra de la locura de Benjamín Labatut y El hombre del cartel de María José Ferrada. Tres libros escritos por autorxs chilenxs y publicados en España prácticamente al mismo tiempo.

 

Pensaba mientras leía un libro detrás del otro en el lugar que ocupa Chile en el imaginario latinoamericano. Chile, el país y no su literatura. Frente al caso argentino, su moneda volátil, la inestabilidad política y las crisis más frecuentes que raras; la inseguridad jurídica que denuncian compulsivamente los empresarios, los terrores nocturnos que todavía nos desatan a las clases medias el recuerdo del corralito y la hiperinflación. En el cono sur Chile siempre ha sido un ejemplo. Para mi papá Chile siempre ha sido un ejemplo. Porque mis amigas chilenas de 30 años pueden comprarse sus propios departamentos y viajar al exterior y no necesitan visa para entrar en Estados Unidos. Porque mientras mi papá de 67 años y enfermo esperaba en mi pueblo en la provincia de Buenos Aires su vacuna con desesperación mi amiga Manuela de 24 ya tenía turno para vacunarse en el centro de Santiago. Chile en el imaginario popular latinoamericano ha sido capaz de articular su propio crecimiento y desarrollo, mientras que el resto de los países de la región no.

 

La conexión entre los libros de Lina y Benjamín se armó de forma más abierta y directa. Ambos están pensando el estallido social en Chile. Lina empieza sumergiéndonos en su obsesión con el ojo y la mirada, en su forma particular de entender la escritura como una forma de mirar y reconocer para verse de repente ella misma ahogada por la contundencia de una violencia que no va a alcanzar a su cuerpo. La materialidad de una represión feroz que sucede lejos de ella y le arranca a cientos de personas los ojos la arroja fuera de su propio cuerpo y de sus ideas sobre ver y decir, mirar y construir. Su mirada, entonces, se vuelca fuera de sí y a través de las pantallas se entierra en Chile. Ese reconocimiento explícito, abierto, de la insignificancia del propio pensamiento en relación con el ojo y la mirada, de una vida entera dedicada al pensamiento, me pareció hermoso.

 

Benjamín Labatut, por su lado, estructura dos textos en relación a la locura. Una dimensión social y una, pongamos que, psicológica. En su primer texto, también, florece una interrogación o un sondeo a partir del estallido chileno. Su hipótesis es que en simultáneo han entrado en crisis el paradigma de acumulación de conocimiento y la estructura administrativa y jurídica que regula la vida en sociedad. Claro que estos no son fenómenos aislados y que sus causas y consecuencias están ligadas íntimamente, aunque no entendí muy bien cómo. El estallido chileno viene a romper con el punto de equilibro y todo lo que era previsible y estable en nuestras vidas, ya no es lo es. Habla de enfrentamiento, de guerra, de vandalismo. Y más allá de que describe el acontecimiento con cierta belleza, su caracterización del asunto es más bien conservadora. Lo ocupa sobre todo la imprevisibilidad a la que nos somete un rompimiento de estas características.

 

El agobio y la desesperación de Labatut frente al caos me pareció una forma de la ficción. En América Latina -en Argentina de forma muy concreta- vivimos nuestras vidas alrededor del caos desde siempre. Claro que las clases medias y altas estamos a resguardo de esas realidades y que la mayoría de estos problemas estructurales no afectan nuestro día a día, hasta que un día de repente está pasando demasiado cerca y, entonces, nos inclinamos hacia la opinión y/o la movilización porque podemos.

 

Contra ese primer texto o a partir de, escribe un segundo ensayo sobre la locura, sobre el cuadro de El Bosco que dio nombre al icónico poemario de la argentina Pizarnik. El otro -la otra en este caso, una mujer- le escribe un correo para contarle de un complot de escala global que se dedica al robo y plagio de manuscritos. El espejo de esta mujer rebota en Labatut como un imán o como una doble y lo orilla a preguntarse por la idea misma de locura, quién está cuerdo y quién loco. Hay algo que me interesó más ahí y que también me conectó con la obra de Lina: hacer de la enfermedad la norma.

 

Lo que tienen en común Meruane y Labatut es Chile, el estallido en Chile y la enfermedad. Pero mientras Lina se interroga sobre la utilidad de su propio pensamiento frente a la contundencia de la mutilación, Labatut apenas recoge el guante de la impotencia del hombre frente al caos desatado en el mundo. Como si no estuviéramos inmersos en el caos desde siempre.

 

Ferrada, en cambio, hace otra cosa. A partir de la voz y la mirada de un niño, con precisión y mucha belleza, conforma una tensión límite que separa y anuda la inocencia y el horror. En un barrio pobre -no sabemos bien dónde- un niño queda preso de los enfrentamientos entre sus vecinos con otros vecinos aún más pobres. Los vecinos que sí tienen casa se encierran en una guerra administrativa, muchas veces con una crueldad desatada, contra estos otros que no tienen techo. Ferrada habla de la línea que separa la pobreza de la miseria y de cómo los que guardan un resto de dignidad se defienden con todo lo que tienen de no caer del otro lado de esa línea. La posibilidad, además, de ser percibidos por un tercero, por una mirada externa, como la misma cosa es el otro gran fantasma.

 

Mientras que los libros de Meruane y Labatut componen ensayos, Ferrada escribió una novela. De ahí que lo que está en el corazón de los dos primeros sea una preocupación en relación con el pensamiento y el conocimiento. ¿Qué se puede hacer con y desde el pensamiento cuando aparece tan a salvo de la violencia? Lina, por ejemplo, lo utiliza para repensar su propio prisma de análisis del mundo y resignificarlo: si el imperativo de toda guerra es destruir el cuerpo del enemigo, en las democracias contemporáneas mutilar -los ojos- se ha vuelto una forma más legítima y más efectiva que asesinar. A través del ojo y de la mirada -el pensamiento- articula una teoría sobre las formas del ejercicio y mantenimiento del estado de las cosas en Chile y en el mundo.

 

Parece decirnos algo que leí en otros libros y que me pareció igual de importante e igual de fuerte: dónde elegimos posar la vista dice todo de nosotras, qué construimos con nuestra mirada, a qué le damos entidad con nuestros ojos es lo más político del mundo.

 

Para el poder disciplinario que el neoliberalismo como relato ejerce, es irrelevante lo que se omite en relación a Chile cuando se pondera como ejemplo. La democracia chilena, como todas las democracias latinoamericanas, está construida sobre la desaparición y asesinatos forzados e impunes de miles de personas. El caso de Chile es paradójico porque su dictadura fue significativamente más larga y porque el proceso llevó adelante una reforma de la constitución que recién a partir de este estallido, con el que Lina y Benjamín inician sus libros, se abre la posibilidad de reescribir ese texto. Este es un dato que Labatut omite mirar. Es paradójico también y por sobre todo porque los usos ideológicos de la obediencia en la región se articulan en relación a Chile. De ahí que la sensación de indefensión frente al caos que describe Labatut me resulte ajena, inverosímil. Poner el ojo en el desorden y la imprevisibilidad es el relato de la obediencia operando, ponderándose como algo deseable. Lo que está detrás de ese enfoque en el caos y el ruido se parece a lo que está detrás del ideario neoliberal que postula a Chile como el ejemplo de desarrollo en la región.

 

Frente a eso, la novela de María José corrige el desvío: Comportarse, hacer la tarea, obedecer puede que funcione en lo inmediato, que nos compre una sensación de honorabilidad frente a la miseria -no oler a humo, no dormir en la calle- pero en definitiva estamos demasiado cerca de ese abismo como para arriesgarnos a empujar a otrxs.

 

Entre los ensayos, prefiero el de Lina al de Benjamín. Entre los tres libros, prefiero el de María José porque me parece que pone en práctica el paradigma que Lina ha construido a lo largo de su obra. Siempre prefiero, por sobre todo, los textos de latinoamericanos sobre América Latina. De argentinos sobre Argentina, de chilenos sobre Chile.

 

Me enfurezco cuando escucho a los y las europeas explicarnos América Latina. Me enfurezco cuando se adueñan desde el centro del mundo de nuestras experiencias como si pudieran dar cuenta de cómo se vive en Sudamérica desde El Eixample. Como le pido muchas veces a los hombres que hagan el ejercicio de callar para que nosotras podamos hablar, imagino que es necesario que las mujeres privilegiadas de este mundo también aprendamos a cerrar la boca para que la palabra que todavía no ha sido dicha pueda articularla otra con menos privilegios encima. A veces se trata de dejar el espacio en blanco para que en ese vacío encuentren lugar los ojos que han sido arrancados.


Sofía Balbuena es Licenciada en Ciencia Política (UBA), Máster en Creación Literaria (Universidad Pompeu Fabra) y Máster en Literatura Comparada (UAB). Trabajó más de diez años como especialista en gestión y administración del sector público en el Estado Argentino. Se formó como escritora en los talleres de Christian Rodríguez, Carlos Busqued y Flavia Company. Publicó en 2019 Pajarera Naif, su primera novela (La Verónica Cartonera). Desde abril de 2019 trabaja como librera en Lata Peinada.

Julia Reyes Retana es arquitecta, aunque nunca se ha dedicado a la arquitectura. Tiene un taller y marca de costura “Chocochips Costura de Estación” dedicado a la producción de objetos textiles y a la impartición de cursos de costura y técnicas textiles. Dibuja desde que tiene memoria y la ilustración es la base de la que germinan todos sus proyectos, dibujos que se transforman en cosas. Actualmente dibuja todos los días y a todas horas.

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